
ACTA DIURNA
La presente columna la envíe anteriormente a mi director para su publicación. Sin embargo por las vacaciones que se tomó este medio, no se pudo publicar. Hoy la retomo, pero actualizada, pues me parece importante dejar constancia de un suceso que mucho deja que pensar.
El sábado 20 del mes pasado –diciembre del año viejo– me di una vuelta por el Zócalo capitalino, específicamente visite junto con mi esposa, mi nena y mis suegras, la pista de hielo “más grande del mundo”, según los medios.
Sí, me refiero a la pista de hielo que inauguró, desde finales de noviembre, el jefe de gobierno capitalino Marcelo Ebrard, en el mero centro de la Ciudad de México, la cual midió 32 mil metros cuadrados, y en el 2008 obtuvo un certificado en el libro de los récords Guiness.
Tanto la plancha del Zócalo, como los edificios que la rodeaban estaban llenos de luces multicolores: un espectáculo maravilloso al ojo humano; los pequeños y los grandes se entretienen.
La decoración navideña de esa parte del inmenso Distrito Federal fue iluminada por un mosaico navideño de 75 mil focos, 10 mil metros de festón, siete mil 500 metros de guirnaldas y 22 mil metros de cable.
Pero la pista de hielo y las luces no fueron los únicos atractivos, pues el gobierno capitalino invirtió en un tobogán de 39 metros de largo –pensada para niños de hasta 12 años–, un iglú gigante, una casa de Santa Clauss y un área de nieve natural (de cuatrocientos metros cuadrados para hacer muñecos de nieve) gratuitos.
Además de eso, el árbol navideño de cincuenta metros de altura, veinte metros de diámetros, 324 puntas de ramaje, mil cien esferas, 135 ángeles, treinta kilómetros de follaje y 210 mil focos, iluminaba por completo los cuerpos de la gente que caminaba tranquila por el lugar.
En la punta de dicho pino verde, se encontraba un ángel dorado, similar al de la Independencia. Símbolo que coronó el árbol navideño y se pudo apreciar desde lo lejos.
La pista, que estará abierta hasta el próximo sábado 10 de enero, tuvo y tiene espectáculos internacionales de patinaje artístico como el show alemán "Spot light" y el Ballet de San Petersburgo con la obra "El cascanueces".
Ese es el color que apreciaron mis pupilas esa noche, pero desafortunadamente o afortunadamente –eso se los dejo a su criterio– siempre hay un negrito en el arroz, caca en el pastel, una mosca en la sopa…
Me refiero al color gris de Palacio Nacional. A esa tonalidad oscura que se esconde en el fondo de la alegría. A la falta de sensibilidad que tuvo o tiene el Gobierno federal en ese aspecto navideño de luz y color, pues no puso ni una lucecita alusiva a las fiestas decembrinas en todo ese gran inmueble que en tiempos pasados albergaba al presidente de la República.
¿Será que la muerte de Mouriño les pegó tan fuerte?
¿Será que la crisis económica afectó tan fuerte, como para no adornar un inmueble federal?
¿Será que la envidia le corroe al azul? (Y no es que mi persona se incline por un partido, pero…)
Preguntas y respuestas pueden haber muchas, pero lo cierto es que Felipe Calderón Hinojosa se vio muy Grinch el año pasado. Gris está, gris se queda. Lastima de esas cortinas aterciopeladas de color vino que se asoman por las ventanas de Palacio Nacional.
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